lunes, 27 de abril de 2009

Sombras en el patio




El autor:

Olga María Romero Mestas

El cuento era para la VIII edición, y ya no debe servir para la novena, pues a última hora lo incluí en un libro de cuentos míos que acaba de salir de imprenta. De todos modos, es un texto que me gusta mucho, y si a usted le gusta, le expreso mi acuerdo formal para publicarlo en el blog.
Yo soy editora de la editorial que acaba de publicarme, así que le garantizo la cesión del derecho de autor, sin líos, como decimos acá.


Su obra:

Título: Sombras en el patio (Relato corto)

Autor/a: Olga María Romero Mestas


A Carlos Victoria, in memorian

Ana está esperando a alguien que es amigo de su madre desde la infancia, un escritor conocido. Tiene proyectos e ideas informes que conversar con él; quizás pueda recibir alguna sugerencia que la ayude a terminar un libro. Descalza, se para en el umbral del patio: quiere recoger limones verdes. Deja los papeles encima de la mesa auxiliar, bastante regados.
La primera vez que conversó con el escritor él le contó de las limonadas frías que prefería tomar por las tardes, antes de la comida. Las matas siguen siendo las mismas, pero ella sabe que el desarraigo podría ser más fuerte que la memoria. Comparte con él cierta estética del desaliento que se extiende por zonas inefables: la tierra ya no huele igual cuando llueve, las rutas mágicas que permiten aprehender la ciudad se van desdibujando en el imaginario colectivo, no se pertenece a ningún sitio.
En las clases de literatura nunca un profesor lo mencionó. La censura puede más que las palabras, y las prohibiciones ningunean cualquier obra que no esté debidamente aprobada en el plan de estudios. Ni siquiera ha leído todos sus libros, porque no hay dónde encontrarlos. Se ha hecho una imagen del autor que está definitivamente vinculada a los recuerdos de otros, al mito que lo envuelve, al afecto casi familiar que siente su madre por el niño de entonces, que fabuló para ella un mundo de irreverencia y desorden.



—Niña, póngase zapatos.
—Abuela, déjame tranquila.
—Quién ha visto recibir visitas sin zapatos…
—Abuela, déjame tranquila.
—No me replique, ni me hable de tú, fresca, y ande a ponerse zapatos, que yo preparo la cafetera y enciendo la hornilla de carbón.
—Abuela, déjame tranquila. Voy a hacer el café yo misma, y la comida. No me des órdenes que ya soy mayor.
—Atrevida. Es una descortesía recibir a una visita sin zapatos.
—¡Abuela, déjame tranquila!
—Voy a salir a la iglesia, porque me va a dar un soponcio. Dejo la puerta del pasillo entreabierta, para no llevar la llave. Vea que no se descuide: cualquiera puede entrar. Vea que no se le queme la comida.



Ana pone el café y sale al patio. Casi nunca comparte ese espacio con nadie. El olor de los ajíes, las ciruelas amarillas cuando están bien maduras, los mangos enormes, las mandarinas, iban marcando el paso de clases a exámenes, a vacaciones, a clases nuevamente. La acompañaron los olores en sus martirizadas horas de incertidumbre en la fe, en el desánimo que escuece. Eso ha quedado atrás. Ya no hay más beca, ni grupos de amigos que rezan juntos, ni malecón donde cantar en las noches, ni mar lleno de gente que va en busca de algo que el escritor no encontró. Sabe que no lo encontró porque ha conversado mucho con él, cuando viene de visita a Cuba. Se pregunta qué sería exactamente lo que buscaba, porque nada, absolutamente nada, ni siquiera Dios, ha curado la tristeza de ese hombre que se extravía siempre en la memoria de la calle llena de polvo donde creció, de los amigos que bebieron con él, y de quienes lo acompañaron en la ardua tarea de no beber más.
Se sienta sobre la tierra, y escucha. Su hijo de tres meses puede empezar a llorar en cualquier momento, y tendrá que darle de mamar. Es difícil escribir después de dar el pecho toda la madrugada. Está agotada, y aún así la anima el encuentro previsto, los gestos que conoce, la voz de alguien que ha escrito en condiciones quizás más difíciles, agobiado por la política y la locura familiar. No ha averiguado si quiere realmente escribir, porque cuando lo intenta las cosas le parecen demasiado propias, íntimas, y no quiere reconstruirse a partir de palabras.
En el patio ha bebido, ha fornicado, ha rezado, ha pasado horas enteras en las ramas. Tiene una foto con su hermano, subidos en la mata más vieja de naranjas valencia, comiendo hollejos y chorreando jugo. Hubiera querido detener el instante en algo más que una foto, porque lo sabe deshecho por las diferencias. También al escritor lo acompañaron las diferencias, aunque de eso casi no quiere hablar. Habla de aquello que conoce bien: las raíces en el patio de Ana, la fuerza del chorro que sale del pozo de mano, los pilones de mármol rotos por el uso de un siglo, abandonados bajo las matas de café y limón.
La tarde es tibia, apenas fresca bajo los árboles. Cuando niña, ese era su feudo particular —a la abuela le cayó un mango en la nariz y le partió el vómer, y no ha vuelto a pararse por ahí—. Llevaba a las muñecas de excursión, con el extravío correspondiente. Venía a salvarlas su padre, que sabía del terror a la noche que ella sentía: cuando oscurecía no le importaba nada que no fuese su propio miedo. Ya no siente pánico, pero se guarda bien de las sombras en el patio. Por eso nota que es hora de entrar, y dedicarse a hacer la comida y el café. Se le ha hecho tarde, está sin bañarse, y ni siquiera ha recogido los limones. Arranca unos pocos y regresa a la cocina.
Allí está el escritor, quién sabe desde cuándo, descalzo; ha puesto a hacer el café y revisa los papeles en desorden.

1 comentario:

  1. Solo tengo dos palabras ¡¡ME ENCANTÒ!!, felicitaciones

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