Mucho me gustaría que mi relato "La mujer del hortelano" sea publicado en el blog de la Asociación. Fue uno de los quince seleccionados en el último certamen y siento por él particular estima...
Desde ya, muchísimas gracias!...y en la esperanza de haber cumplido correctamente los pasos solicitados para la publicación.
Saludos cordiales. Nieves (sábado 17/10/2020)
“La
mujer del hortelano”
Era la quinta hija que su madre había traído al mundo sin demasiado entusiasmo, solo porque Dios así lo había querido, decía a quien quisiera oírla poniendo – tal vez sin proponérselo –distancia entre las dos. Sin embargo, no sería la menor de las hermanas. Todos la llamaban “Quinta”, su verdadero nombre había quedado en el olvido, casi, y cuando alguien se dirigía a ella diciéndole Rufina, no se daba por aludida.
“Quinta” era
agraciada, aunque sin desmesura. Oscura
de piel y también de pensamiento, solo
era capaz de ver lo que estaba envuelto en un halo de pesadumbre. Pesimista desde siempre, acostumbraba decir
que la felicidad no era para ella; hasta se había jurado a sí misma mantenerse
indiferente a las pequeñas alegrías. Y
había ganado la apuesta.
Así fue hasta
que conoció a Manuel, el hortelano, el
hombre que diariamente llegaba al pueblo
en una vieja pick-up con la caja rebosante
de verduras y frutas. Se anunciaba siempre a la misma hora en la calle
principal frente a la fuente y los vecinos acudían al llamado con las cestas
vacías que volvían a casa colmadas con los productos de la huerta vecina. El hortelano nació en aquel pueblo, aunque
había emigrado a la capital buscando algo de gloria, como todos los jóvenes. Con las manos vacías regresó al morir su
padre, después de un corto reclamo de la madre de que alguien tenía que hacerse
cargo del huerto y de vender sus
frutos.
Manuel también
era oscuro de pensamientos – un hombre huraño –y ese gusto común por la fatalidad, en
definitiva, lo unió a “Quinta”. Cuando
ambos se descubrieron pensaron, cada uno a su manera, que les vendría bien unirse en matrimonio.
“Y que el hombre no separe lo que Dios ha
unido”, dijo el cura con solemnidad una mañana de mayo en la iglesia de San
Roque. El traje de bodas había puesto
una sonrisa en el rostro siempre melancólico de la novia que recibió con agrado
y hasta con satisfacción el saludo de su familia. La hermana menor, por quien “Quinta” sentía
infinita ternura, la acompañó hasta el altar.
La presencia de la niña que sería siempre como un duende y las retamas
en las manos de la novia fueron lo más sugestivo de la ceremonia.
La recién casada
llevó sus vestidos de domingo y los de estar en casa donde Manuel vivía con su
madre, un lugar lo suficientemente amplio como para albergar a suegra y nuera. Pronto se pusieron a trabajar los tres en la
huerta; sembraban, regaban, curaban las
plantas enfermas, quitaban las malas hierbas y por las tardes recolectaban lo
que Manuel vendería a los vecinos al día siguiente. “Quinta” comenzó a acompañar a su marido en
la venta, como un modo de estar a su lado a solas con él y, a pesar de que un no rotundo había sido la
primera respuesta del hortelano, poco a poco fueron recorriendo juntos los
pueblos de los alrededores con su mercancía.
Al principio la
mujer se vestía con sus ropas de entrecasa y recogía su larga cabellera
escondiéndola detrás de un pañuelo. En silencio y sin cambiar palabra con nadie,
ella iba y venía, mientras su marido la observaba hacer, orgulloso. Él no había sabido decir “no” a su madre y
volvió mansamente al pueblo para ocupar el lugar de su padre, sin embargo, a “Quinta”
la impuso de sus condiciones para aceptarla como esposa: trabajaría a su lado y
siempre estaría donde él pudiera verla.
Manuel, todos en
el pueblo lo reconocían, hacía gala de su honestidad y franqueza, no era
holgazán y no tenía vicios conocidos. El
peso de su personalidad lo llevaba tan escondido que nadie, ni siquiera él
mismo, se había apercibido. Los celos lo
mordieron con ferocidad cuando decidió casarse con “Quinta”, que no era una
mujer hermosa, pero tenía lo suyo. Así
fue que siempre estuvo donde él pudiese verla, con sus vestidos de entrecasa
limpios y prolijos, sin zapatos de tacón y ni una gota de maquillaje o de agua de colonia. Hasta un día cuando se soltó el pelo y otro
en que se pintó los labios y finalmente sacó del ropero sus vestidos de
domingo. El marido la observaba en
silencio, no le gustaba que su mujer se dejara ver así.
El verano llegó
a su fin y cuando el frío de la montaña apareció crudo y tempestuoso, el
matrimonio siguió con su tarea de vender sus frutos en los pueblos de los
alrededores de la huerta. Un mediodía,
antes de volver a casa al terminar el recorrido, el hortelano dejó a “Quinta”
bajo llave en la pick-up y se fue a
tomar un vaso de orujo en el bar de Gómez.
Allí estaban sus vecinos y un par de forasteros que nunca había visto
antes. No bien entró, el silencio resonó
en el bar. Saludó y pidió el aguardiente
dispuesto a tomarlo de un trago y seguir viaje.
Mientras llenaba el vaso, el viejo Gómez le dijo por lo bajo que
lamentaba mucho lo que “la Quinta” le
había hecho, que él no se lo merecía, que así son las mujeres: ladinas y
mentirosas. Que era mejor andar solo,
que la dejara ir, que ella volviera de donde había venido y que…
Manuel no quiso
saber nada más, había oído demasiado.
Tiró las monedas del pago sobre el mostrador y salió, enrojecido el
rostro oscuro. Las risas estallaron en
el bar de Gómez antes de que llegara al vehículo donde lo esperaba su mujer.
La mañana
siguiente los vecinos esperaron en vano que Manuel trajese la verdura y la fruta
de su huerta. En cambio, llegó la
noticia que había sido hallado muerto en el pantano, en la madrugada dejó su
casa sigilosamente y se arrojó por el acantilado.
Después del
entierro, “Quinta” y su suegra retomaron la rutina de la venta de sus
productos. La mayor de las mujeres
conducía mientras la otra hacía las ventas, como antes, como siempre. Así fue hasta una mañana del siguiente
invierno cuando se detuvieron en el bar de Gómez. Entraron las dos y pidieron café, fuerte y
con dos gotas de aguardiente de orujo cada uno.
Los parroquianos eran los mismos de siempre y las mujeres pudieron
sentir el silencio inmenso que las envolvía.
El viejo Gómez sonrió y con una inclinación de cabeza dejó los pocillos
sobre el mostrador. Eso fue lo último
que hizo en su vida. La más joven de las
mujeres sacó una antigua pistola de su bolsa
y le disparó un tiro certero a la altura del corazón. El hombre cayó y, en un momento, el bar quedó
vacío.
En el pueblo ya
nadie se ríe de Manuel. Por el
contrario, su viuda es ahora un personaje importante en el imaginario
aldeano. En la celda de la cárcel donde
vive su condena, conserva las cartas que le han enviado otras mujeres que, como
a ella, el viejo Gómez les arruinó la vida.
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